lunes, 22 de enero de 2018

Granadas


2018, Granada, invierno, media tarde, aún con luz natural.
Interior de una cafetería en la Bib-Rambla.


Él: “No creo que esto pueda seguir así, la verdad.”

Él lleva una americana de tweed -de espiguilla, que diría su madre- y una camisa gris arrugada y no levanta la mirada de la taza al decir esto, mientras remueve el chocolate caliente con especial cuidado de no golpear los laterales de la taza con la cucharilla.

Fuera, en la plaza, los árboles desnudos se recortan oscuros sobre un ambiente de luz fría y clara de invierno. La plaza no está especialmente transitada y los pajarillos y las palomas revolotean tranquilamente, saltando de los brazos de los faroles a los bancos sin tener que reparar en los cuerpos de las manadas humanas que habitualmente transitan la plaza.

Ella: “Ya estamos, otra vez. Pero si sabes que luego vuelves encantado.”

Ella lleva un gorro de lana de varios colores, todos ellos cálidos (rojos, naranjas y amarillos variados), calado casi hasta las cejas. El cuerpo lo lleva envuelto en una rebeca también de lana, ahora simplemente gris, que parece varias tallas más grande de lo adecuado. Ella le suele repetir que es la moda, que ahora se lleva así, él le replica que le recuerda a las protagonistas de las películas de Woody Allen de los primeros años ochenta, una Diane Keaton o Mia Farrow en pequeñito y sonriente. Ella no había visto las esas películas hasta que el día que él se puso farruco y le obligó a verlas; no le gustaron, pero le encantó ver como él disfrutaba y se emocionaba mientras le explicaba cada referencia y cada detalle.

Él: “No, en serio, esta vez te lo digo en serio. No creo que debamos seguir con esto. No es que no me lo pase bien, ya lo sabes. En realidad, me encanta, no te voy a mentir. No te rías, que te hablo en serio, que nunca me tomas en serio, pero mira, esta vez no va a quedar otra.”

Él mira por la cristalera de la cafetería mientras le dice esto, y mientras tanto, ella alarga su brazo para cogerle la mano, haciéndole soltar la cucharilla de golpe, provocando ese ruidito que siempre le hace torcer la boca. Él se deja acariciar la palma de la mano, y ella acoge su mano entre las suyas y, suave, despacio, sin prisas, la acaricia dorso y envés, deteniéndose las zonas tiernas y blandas de los dedos. Él mira por la ventana, y no puede dejar de recordarse a sí mismo en esa misma cafetería, misma silla y misma mesa, misma decoración cristalera, mismo chocolate y bollo suizo, misma conversación pero distinta compañía, dieciocho años atrás en el tiempo.

Ella: “¿Te acuerdas del día que nos conocimos? Yo sí. Sigues igual de patoso y de tímido.”

Él: “Claro que me acuerdo. Primer día de curso, primera vez que me toca, por fin, dar el curso de Historia del Arte en bachillerato. Me confundí de aula. Yo queriendo dar impresión de tipo serio, y me confundo de aula; me tiré quince minutos hablando de la importancia de la inutilidad del arte a un grupo de tecnología que no entendía nada. Para olvidarlo.”

Ella: “Y cuando entraste en nuestra clase estabas completamente colorado. No levantaste la vista de los zapatos ni para mirarnos a la cara cuando pasaste lista.”

Él: “Pasé lista al final de la hora, después del timbre. Se me había olvidado.”

Ella, sonriendo y ladeando la cabeza: “Estabas adorable. Los demás se reían de ti, pero a mí me encantaste desde el primer día. Estabas tan adorable como la primera noche que te quedaste aquí, en mi piso de Granada.”

Él: “Estaba igual de abrumado. Me sentía igual de torpe.”

Ella arrimó la silla a saltitos, haciendo ruiditos, hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para pasarle el brazo por detrás de la cabeza y comenzar a darle pequeños y lentos besos entre el cuello y la mejilla. Él volvió a sentirse azorado, algo sobrepasado, pero la lana mullida y el contacto con de los labios de ella en su piel, entre maternales, infantiles y sensuales, le devolvieron el calor al cuerpo, y poco a poco se fue abandonando, levantando la mirada de la taza, hasta encontrarse con los ojos entre marrones y verdosos de ella a la altura de los suyos, a pocos centímetros de distancia, desenfocados y redondeados.


2013. Jerez de la Frontera. Mañana luminosa del final del verano o inicio de otoño. Exterior, Calle Larga junto a la Glorieta de los Casinos.


Ella: “¡Profe! ¡Eh, Profe! ¡Hola!”

Él se giró sobresaltado, buscando entre la multitud que no paraba de entrar y salir de las tiendas, cargando con bolsas de varios colores, abarrotando la calle hasta donde abarcaba la vista. Tras un momento, por fin localizó la voz que le llamaba. En la parada de autobús, frente al banco, un figura menuda, todo ojos y sonrisa, levantaba el brazo intentando captar su atención. Esquivando familias, él se dirigió hacia allá devolviendo el saludo con la mano.

Él: “¡Irene, que alegría! ¿qué te cuentas? que no sé nada de ti desde del año pasado. ¿Qué tal todo por Granada?”

Se saludaron con dos besos afectuosos, pero manteniendo cierta distancia. Él le cogió los hombros con las manos, pero se guardó de abrazarla o mostrar mayor cercanía.

Ella: “Genial, profe, genial. Fui a los sitios que me dijiste, y bueno, a ver, interesantes y eso sí, pero un poco aburridos. Pero tenías razón en todo lo demás, Granada es para flipar, hay mil cosas que hacer cada finde. Te tengo que contar los conciertos y las exposiciones. ¡Ah! Me apunté a clases de fotografía, te tengo que enseñar todo, y no, ya, eh, no, no es rollo instagram, no te vuelvas a poner tan pesado, que no veas la paliza que dabas.”

Él seguía enfrente de ella, sonriéndole mientras ella le iba contando, gesticulando y dando saltitos.

Ella: “Y tu, ¿qué tal? ¿sigues en el insti? ¿sigues dando el arte? Lo tienes que dar tu, que como lo vuelva a dar el canoso, no veas que pena.”

Él: “Anda, que Jesús es mucho mejor que yo, de largo. Qué va, cambié este año de instituto, sigo aquí en Jerez, pero mira, estoy bien. Yo creo que ya me quedo aquí y dejo de dar vueltas.”

Ella: “¿Mejor que tu? Ni de coña, ya tendrá el doctorado y todo eso, pero es un rollazo, tu lo hacías mucho mejor, nos enterábamos de todo.”

Él: “Bueno, de todo, de todo, no sé yo, que me cargaba a media clase cada evaluación.”

Ella: “Ya tío, pero es que los demás pasaban de todo. Todos le pedían los apuntes a Laura el día antes y se pegaban la paliza la noche antes a ver que pasaba.”

Él: “Y las chuletas, que me enteraba de todo, eh.”

Ella: “Ya, pero desde que pillaste al Fran, se cortaban más.”

Él: “Total, para lo que les servían las chuletas. Pero deja eso, cuéntame, ¿qué tal la universidad? ¿Qué tal esa literatura? Tienes que contarme, que no me has mandado ningún email.”

Ella, dubitativa: “Pues sí te tengo que contar, profe. No sé si te vas a enfadar o te vas a alegrar, la verdad. He dejado la Filología, no podía con la semántica, la gramática y todo eso, y el latín, uf.”

Él, asombrado (o fingiéndolo): “¿No? ¿de verdad? Mira qué sorpresa, de verdad, qué sorpresa. Cómo si nadie te hubiera advertido antes.”

Ella, con aspavientos: “Jo, sí, profe, tenías razón.”

Él, sonriendo: “Venga, dime, ¿qué vas a hacer ahora? ¿en qué te has matriculado?”

Ella, mirando el móvil, mirando alrededor, mordiéndose el labio: “Hum, ¿tienes tiempo? Te invito a un café.” Le coge el brazo tirando de él. “Vamos a la Moderna, que está aquí al lado. Me he matriculado en Historia del Arte, profe. ¿Qué te parece?”

Él, con la sorpresa (ahora sincera) en la cara, se deja arrastrar.

2016. Salobreña, amanecer de una primavera casi veraniega.
Interior de un dormitorio con un ventanal con vistas al mar.

La luz suave del amanecer entra por el ventanal, dejando sombras largas y casi horizontales en la habitación. Él, desnudo, sale del aseo y se para observando el cuerpo de ella sobre la cama. Desnuda, pequeña, redondeada y suave, abraza la almohada y duerme, con una respiración tranquila y casi inaudible. Un rayo de sol cae directo sobre su espalda y su cadera, subrayando el tatuaje que parece saltar a la vista, abalanzándose sobre quien lo mire. De repente, la respiración se entrecorta y la pierna izquierda se mueve con una patada refleja. Él se da la vuelta y se dirige a la pequeña cocina, empotrada en el pasillo de entrada, y se prepara un café frío. Cuando se gira y vuelve a encarar la habitación, el ventanal y la terraza, ella se gira y se despereza, abre los ojos, le mira.

Ella: “¿Qué haces? ¿llevas mucho tiempo ahí, mirándome?”

Él: “No mucho, un rato. Me desperté y mira” -le muestra el café- “iba a sentarme en la terraza, no hay mucho más que hacer en el piso, ¿verdad?”

El piso, por llamarle así, era un pequeño estudio de apenas veinte metros cuadrados, con el baño ocupando una esquina, una pequeña cocina empotrada en el pasillo de entrada, el espacio justo para una cama, un pequeño sofá de dos plazas con una mesita baja, y el ventanal y la terraza, casi más amplia que el piso. Lo encontró él mirando ofertas de última hora para el puente de mayo, un par de días atrás.

Ella: “Eres capaz de salir, así, en pelotas, que te vea todo el mundo. Anda, ven a la cama conmigo.”

Ella estiró los brazos hacia él, como una niña pequeña abriendo los brazos para llamar al abrazo de un adulto. Él se quedó observándola. Lentamente bebió el café sin apartar los ojos de ella, que seguía con los brazos estirados.

Ella: “Anda, ven. Veeeeeeen” -pataleó- “¡veeeen, no me dejes aquí sola!”

El ladeó la cabeza, volvió a beber el café y, muy despacio, dejó la taza sobre la mesa, y se acercó a la cama, “dios mío, qué estoy haciendo”dijo, y se dejó engullir por el revoltijo de bracitos y piernecitas desnudos que le reclamaban.


2018. Granada, una calurosa mañana de verano.
Exterior, Paseo de los Tristes, abarrotado de turistas con planos y cámaras de fotos, chanclas, gorras y gafas de sol.

Él camina esquivando turistas, tranquilo, con la mano en los bolsillos y los ojos escondidos tras unas gafas de sol que, resulta evidente, no están a la moda. No lleva una dirección fija y se va parando observando la pequeña corriente de agua que discurre en paralelo al paseo; a cada rato, se apoya en el pretil, cuando los turistas dejan algún espacio libre, y observa los gatos, tan numerosos como siempre, acicalarse y dormitar al sol.

Turista: “Pardone, senor. ¿Cuesta Chapin? ¿dónde? ¿usted sabe?”

Una pareja con la piel roja por el sol, con el uniforme oficial de turista americano (“repartirán esos gorritos en el avión, seguro” piensa él), le presenta un plano de la oficina de turismo, intentado señalar algo en él.

Él: “Yes, of course.” (toma el plano, lo gira noventa grados y comienza a orientarles) “We are just here, look, here. You just go straight, and then, look here, turn left. You can't miss it, it's a steep slope. Five minutes away.”

La pareja se deshace en agradecimientos y le alaban en inglés mientras retoman su camino. Él no tiene ánimos para explicar los dos años de lectorado en Baltimore y les deja marchar. Continúa su camino, hasta que decide él mismo girar a la izquierda y adentrarse en el Albaicín, pero evitando las vías principales, llenas de turistas en procesión hacia el mirador de San Nicolás. Mientras traza y recorre caminos secundarios no puede dejar de pensar en las diferentes ciudades que viven en Granada. La turística, cada vez más dominante, con hordas de grupos que siguen paraguas rojos, escuchando indicaciones escasamente cercanas a la realidad histórica; con sus puestos y tiendas de “Agua fría-Water-2 euros”, sus bares de tapas tipical espanish y paella; los pubs de chupitos gratis que toman el relevo cada noche. La universitaria, con sus pisos cutres en el Beiro y la Chana, sus bares de litro de cerveza a tres euros; de carpetas y portátiles, de folios en las cafeterías. Y la clásica, la familiar, la que vive en invierno y celebra la Toma, para huir en Semana Santa y Verano a refugiarse en Almuñecar o la Herradura. De señoras todas rubias con el abrigo de piel que van del brazo de su señor, abrigo verde de rigor, camino de la Iglesia de Nuestra Señora de Gracia cada domingo por la mañana.

Y recuerda todas sus Granadas, la del piso de estudiantes junto a la Plaza de la Trinidad, las cañas en la plaza del Botánico, los conciertos en Pedro Antonio, las lecturas y exposiciones en el Realejo. La de la sustitución aquella, al poco de comenzar la docencia, en el instituto de dinosaurios que solo buscan la jubilación, todos treinta años mayores que él; aquella Granada, solitaria, cerrada, que le ayudo a aprobar la oposición ese mismo año. Pero en cada rincón, en el portal de cada carmen, en cada chino de cada cuesta, siempre aparecía una nueva Granada que se sobrepone a los recuerdos anteriores. La Granada que volvió a descubrir del brazo de Irene este último par de años, en fines de semana salteados, invitando siempre al japonés nuevo de Pontezuelas, evitando los bares universitarios, con los paseos fuera de las rutas oficiales, con las horas en la Capilla Real de la Catedral, intentado explicarle lo maravillosa que era la rejería; las excursiones a la sierra, a las Alpujarras...


Él, tecleando en el móvil:
“Irene, soy yo.
Ya sé que no es justo,
que no he sido justo contigo,
y que todo esto no es culpa tuya.
Estoy en Granada,
en el rinconcito de las monjas,
te acuerdas?

Y nada, que me he acordado de tí, claro.

He venido este finde,
a pasear y darle vueltas a la cabeza.”

Irene, escribiendo...
Irene, escribiendo...
...
“Vale. Qué quieres?
...
Está ella?”

“No, ella no está.
Se ha quedado con los niños.
Estás bien?”

Irene, escribiendo...
...
Irene, escribiendo...