domingo, 18 de octubre de 2015

FICCIÓN

Horquillas. Tus horquillas.

Las he llevado en el bolsillo del pantalón a diario durante unos años. Las he buscado en cada clase, cada vez que he tenido que improvisar un ejercicio, resolver una pregunta que no esperaba, enfrentarme a alumnos disruptivos e incluso violentos. Antes de entrar en el despacho del jefe de estudios a quejarme, a pedir, a consultar o a disculparme, siempre he comprobado que la horquilla estaba allí. Algunos alumnos se dieron cuenta y me preguntaron, incluso algunos compañeros. Cada mañana, antes de salir de casa, las llaves, dinero, la cartera, las llaves del coche y la horquilla, cada cosa en su bolsillo. Así durante tres cursos y medio, hasta que al final perdí la última que me quedaba (tendré que buscar en las cajas de las mudanzas, seguro que encuentro más).

Y en las cajas de las mudanzas, junto a las horquillas, los teléfonos antiguos.

No puedo reconstruir cada día que pasamos juntos, no puedo recordar cada llamada ni cada conversación, pero sí he podido leer cada mensaje que nos mandamos durante ocho meses. Fue un ejercicio extraño leer los mensajes, ya que el móvil, aquel de prepago que compramos (cada uno el suyo) y que unimos con las tarifas de número preferente, guarda los mensajes por separado, enviados por un lado, recibidos por otro, y para mayor complejidad, los guarda de forma cronológica inversa. Los últimos, al principio, los primeros, al final. Y así los leí, comenzando por el último mensaje que te envié, en el que te mandaba un último beso, te deseaba buenas noches, y te emplazaba a contar conmigo cuando lo creyeras conveniente, y que supongo no tuvo respuesta.


Y así, durante una tarde, fui remontando en el tiempo, mensaje a mensaje, hasta el momento en el que cada día, a las siete y media de la mañana, antes de ir al instituto te buscaba una frase (algunas mías, otras buscadas) para darte los buenos días; también a las once, en el recreo, te resumía como se planteaba el día, y por la noche te daba las buenas noches. Me aburrí de leerlos. Me aburrí (en realidad no) de volver a abrirte los ojos cada día, me aburrí de hacerte partícipe de las lluvias, de las tormentas, de las broncas, me aburrí de volver a cerrarte los ojos cada día.

Luego leí tus mensajes, del más reciente al primero. Y leí que no querías seguir hablando más conmigo, también que era la mejor persona que habías conocido, te leí sorprenderte de que fuera tan bueno (y creí entender que te referías a tan inocente). Unos mensajes más adelante (o más atrás) te dormías abrazándome, te despertabas antes que yo (recordé la sensación de despertarme siempre veinte minutos antes de sonar el despertador, para leer tu mensaje de las seis y media) comías con tus compañeras, y los "luego te llamo, que he llegado a casa" de las ocho de la tarde. Ah, y me querías, durante unos mensajes, durante un tiempo, siempre me querías, y me lo decías más de lo que yo recordaba, y lo volví a leer, lo volví a recordar. Los siguientes mensajes, los anteriores, siempre decían que tenías que contarme cosas, siempre me contabas tantas cosas, siempre había más cosas que contar. Llegué a los mensajes posteriores a tu visita a Málaga, y volví a derretirme contigo recordándome cómo nos habíamos derretido juntos. Vi de nuevo tu tatuaje, el de la espalda, y tu ombligo, y tu pecho, y las fotos que me enviabas, para recordarme lo que yo volvía a recordar al ver tus mensajes. Y al final llegué al primero, "Cu cú", un mensaje tan sencillo que no presagiaba nada, pero que al leerlo después de todos los demás, esas cuatro lettras y ese espacio, esa tilde, dejaron caer sobre mi todo lo sentido, dicho y leído, compartido, esperado y recibido durante ocho meses, de golpe, como en una catarata emocional.

Tardé en recomponerme. Miento, no me he recompuesto y no lo haré nunca, pero eso es lo normal, lo que le pasa a todo el mundo. Uno no se recompone de estas cosas, simplemente, encuentra la manera de ir tirando, de ir acumulando otras cosas encima, y de intentar que las horquillas perdidas vuelvan a perderse en las mismas cajas de mudanza. Y, eso, que no me he recompuesto. He intentado ponerte cosas encima. Cosas y personas, claro. He encontrado otras horquillas, y otras prendas abandonadas en mi casa, he mandado otros mensajes, he recibido otros. He creado otras complicidades, otras costumbres, otras necesidades. 

Pero al cabo de los años, me doy cuenta de que, de una manera o de otra, siempre termino igual.

Contándotelo.

En voz baja, o en voz alta en la ducha, a solas, mientras escucho música, mientras leo, mientras paseo. Mientras voy conociendo a otras personas, mientras hablo con ellas, te lo voy contado todo. Te he guardado un huequecito en el fondo del cerebro, justo donde lo consciente y lo inconsciente se tocan, y allí está tu cara, escondida, asintiendo, a veces dudando de lo que te cuento, a veces con esa mirada con la que conseguías hacerme ver que ni yo me creía del todo lo que te estaba contando. Y he llegado a sentirme culpable, imagina, de pensar en alguien mientras estaba con otra persona; pero lo peor es sentirse doblemente traidor, ya que estaba con otras, pero seguía pensando en ti.

Supongo que algún día, con ayuda o sin ella, seré capaz de vivir sin necesitar elaborar la ficción de tu presencia. Ya veremos qué me invento entonces.