miércoles, 3 de octubre de 2012

Manhattan


Uno escucha a Coltrane, a Davis, a Ellington o a Parker, y después busca fotos de esa Nueva York, ya desaparecida, de los años 50, antes de la gentrificación, antes del desmesurado crecimiento, antes de la especulación inmobiliaria, cuando los barrios tenían su sentido y razón de ser, su personalidad.

Uno lee a Henry Miller, y desea malvivir en un apartamento en esos edificios de ladrillo rojo visto, a los que se accede por la escalera frontal, que los eleva y deja sitio en el bajo para las barberías, tabernas, cervecerías, billares y restaurantes italianos, siempre con sus salas ocultas en el interior, reservadas, donde los hombres juegan a cartas y piden martinis mientras hablan de boxeo.

Uno espera mirar por la ventana y ver como los taxis amarillos nadan en el tráfico en el que el resto de los coches se ahogan, ver ese carrito de helados o perritos calientes en la esquina, y, al fondo, por encima de los edificios cercanos, imponente, el puente de Brooklyn.

Uno mira por la ventana y espera ver más ventanas, y a través de ellas, ver a la gente mientras viven y sobreviven otra de las tópicas olas de calor, propias del clima chino, que asolan la ciudad cada verano; gente en camisetas interiores de tirantes, gente junto a ventiladores o abriendo constantemente la nevera, aquellas neveras antiguas, bebiendo limonada o te helado.

Y uno sueña con bajar con el cesto de la ropa a la lavandería y accionar a base de monedas de níquel las lavadoras y secadoras, y esperar leyendo un semanario  deportivo que nos cuenta el partido de los Dodgers de Brooklyn, y sueña con que, al recoger la ropa, encontramos una pieza extraña, y que antes de salir de la lavandería, una joven italo-portorriqueña, con ojos lituanos, te aborde y tímidamente, en un inglés tamizado de acentos imposibles, se disculpe y la recoja.



Y al volver al apartamento, uno se ve y se imagina con una de esas camisetas de tirantes, sentado frente a un viejo escritorio, lleno de folios escritos por una cara, con una estilográfica, escribiendo un pasado, un paisaje y un presente para esos ojos lituanos de la chica italo-portorriqueña, mientras de un giradiscos brota una improvisación al saxo tenor de Coltrane.

lunes, 1 de octubre de 2012

(sin título)

No quiero celebrar un aniversario
Agasajarte, regalarte, abrazarte,
servirte otra copa de vino.

No preciso acostumbrarme
a una dulce rutina de compañía
sin sobresaltos.



No necesito recelar,
dudar, sospechar, acusar,
discutir, alejarme, recapacitar,
disculparme, reconciliarme,
esperar un nuevo recelo.

No deseo un sistema de alianzas,
de conquistas, cesiones y acuerdos,
de equilibrios estables.

No necesito arrojarte,
alejarte de mí, echarte de menos,
reconocer cuánto me valías.

Lo único que yo quiero,
necesito, deseo,
lo único que yo preciso,
mi verdadero anhelo es
identificarte,
encontrarte,
conocerte.

martes, 5 de junio de 2012

El Terral

Una vez terminada la migración de textos desde Call me Enric, os comunico que se inicia ahora una nueva serie de relatos, pero con la novedad de aparecer con el formato de nuevo blog, El Terral, ya activo.

Ya tenéis disponible la primera entrada, un soneto de Neruda a modo de cita de inicio.

Para hacer más fácil la navegación entre los tres (¡tres!) blogs, tenéis arriba a la derecha enlaces a cada uno de ellos, y enlaces en los blogrolls o listas de blogs que sigo a cada uno de ellos.

Nada más, un abrazo, si es que queda alguien ahí.

lunes, 4 de junio de 2012

Dormías recostada...

(publicado originalmente en Call me Enric en octubre de 2008, escrito en algún momento entre 2003 y 2004)






I


DORMIAS RECOSTADA DE LADO, con tu espalda hacia mí, y de cara a la ventana. Recuerdo que la persiana no estaba completamente cerrada, y recuerdo la calidad casi lunar de la luz que entraba por la ventana, que se reflejaba sobre tu piel, y que coloreaba la escena con una gama de grises apagados. Recuerdo que acabábamos de hacer el amor, y que la cama estaba revuelta, tú abrazabas el edredón nórdico e intentabas encontrar a tientas la almohada. También recuerdo la escena con calidez, pese a que ya estaba entrado enero y fuera hacía frío; de hecho, recuerdo estar desnudo, destapado mientras fumaba.

Me gustaría saber si tú recuerdas esta escena, o alguna similar, me gustaría saber si guardas registros de algún momento como este, y si lo haces, me gustaría saber la forma que le das a estas visiones. Yo las guardo de forma cinematográfica, muchas veces se me presentan secuencias que veo desde fuera, en planos abiertos, situándome dentro de la acción, desde un punto de vista ligeramente alejado y elevado, cambiando la perspectiva. Supongo que esto será un reflejo mas de la actitud de observador que muchas veces adopto frente a la vida, frente a lo que me rodea; supongo que un terapeuta podría deducir algo interesante sobre ello. En estos planos de recuerdos, la acción siempre transcurre a cámara ligeramente más lenta que el original, los movimientos son más suaves, más redondos, y siempre se intercalan primeros planos subjetivos de las caras, de nuestras caras, principalmente la tuya, recogiendo las inflexiones expresivas que surgen como reacción a mis movimientos o a mis palabras. Es curioso, en estos recuerdos las palabras no se verbalizan, no suenan, apenas movemos los labios, pero de alguna forma están allí y siguen el curso lento de la acción. Tan solo aquellas frases más relevantes, más sonoras, o aquellas que adquieren un significado especial al acompañar un movimiento o un al establecer un punto de inflexión en el discurso, aparecen reflejadas en tus labios, nunca en los míos.

Así, en mi recuerdo, mientras hacíamos el amor, la acción transcurre desde algún punto cercano a la lámpara, sobre la cama; por encima de mi hombro veo tu cara, y aunque sé que hablé, mis palabras no se escuchan; y aunque tu también hablaste, solo determinadas palabras se reflejan en tu cara, solo algunos de los gemidos aparecen; todo lo demás queda suspendido como una música de fondo, un acompañamiento orquestal difuso. Ahora te veo arqueando la espalda, abrazándome con tus piernas, cerrando los ojos, mientras mi cara sigue oculta entre las sabanas y tu pelo.


Fundido en gris, y otra vez la escena anterior, duermes, yo fumo, la luz de la luna entra por la ventana, abrazas el edredón y te enroscas de lado buscando la almohada. Aparecen más detalles, gotas de sudor perlado en tu hombro y en la espalda, que queda al aire hacia mí, pero tu respiración es tranquila y profunda. Mi figura aparece algo desenfocada, mas cerca del primer plano, el edredón solo me tapa las piernas, sacudo la ceniza del cigarro en el cenicero de la mesilla, y vuelvo a mirarte. No podía dormir y al rato me levanté a por un libro de la estantería del salón; dejé la puerta abierta, me senté en la alfombra, cerca de la ventana, desde un punto donde podía verte, y empecé a leer. Recuerdo que en las horas que duró mi desvelo, no te giraste ni una sola vez hacía mi lado de la cama, no me buscaste en ningún momento. Cuando volví, tuve que pedirte que me hicieras sitio, no te despertaste, tan solo emitiste un sonido inarticulado, una breve queja. Recuerdo que tampoco pude conciliar el sueño esta vez, y que fumé toda la noche mientras te veía dormir.




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II

Ahora la imagen se transforma en el interior de un pub, con un tono general azulado y con virutas de humo subiendo hacia el techo. Otra vez la perspectiva es alta, casi un picado, y se deforman las proporciones. Yo aparezco achaparrado, sentado en un taburete, bebiendo y fumando, acompañado sin hablar de algún amigo, pero su cara no aparece clara; él se va, y me quedo solo mirando el suelo. Tu entras en escena desde la izquierda, probablemente acabas de entrar en el bar, acompañada de varias amigas, también de cara no identificable, hablando distraídamente con ellas mientras os acercáis a la barra. En algún momento sé que cruzamos las miradas, y, ahora a cámara lenta, a través de la expresión de tu cara, parece que me reconoces. Es posible que ya te hayas dado cuenta que estoy recordando el momento en el que nos conocimos, pero en mi recuerdo, en el filme de mi memoria, parecemos conocernos hace tiempo. Por otro lado, te recuerdo, también en la escena anterior, con el último corte de pelo con el que te vi, y llevas ropa que compramos juntos, también yo enciendo el cigarro con el mechero que me regalaste, si te acuerdas de él.


Tras otro fundido difuso, aparecemos ahora juntos y solos, se ha formado un claro en la multitud que llena el bar en torno a nosotros, ahora eres tú la que esta sentada en el taburete y yo, de pie, me muevo en torno a ti, en órbitas desordenadas, gesticulando mientras te hablo, subo y bajo las manos alternativamente, de vez en cuando miro al techo como intentando recordar, busco en tus ojos señales de comprensión, y busco los momentos oportunos para dejar caer mi mano en tu cintura como por accidente, ahora mientras reímos por cualquier banalidad, te paso la mano por el antebrazo, me separo, parece que busco a alguien entre la gente durante un momento y vuelvo a seguir contándote algo que apenas si suena como un rumor reconocible entre el tumulto de la gente y de la música del bar; tú solo me miras, asientes, y de vez en cuando bajas la mirada hacia algún punto entre tu copa, mis zapatos y el suelo. Poco después salimos del bar cogidos por la cintura riéndonos de quién sabe qué.




Recuerdo también ahora una escena en la que estamos sentados en torno a dos cafés, otra vez charlando, y otra vez te busco escondido en el azar de la conversación, pero a diferencia de antes, tu rompes ese azar cogiéndome de vez en cuando la mano, tu movimiento es más firme que mis idas y venidas, más directo pero igualmente breve. Ahora en otra escena aparecemos en un parque, yo llevo mi abrigo largo negro, y tú pareces tener frío con tu cazadora, hablamos mientras andamos, y mientras andamos nos acercamos y separamos regularmente. Alguien hace una broma, los dos nos reímos y tu me das una palmada en la espalda, que yo aprovecho para cogerte por la cintura, pero esta vez retengo el gesto unos segundos más, tú, aun con la sonrisa en la cara, fijas tu mirada en mis ojos, que no aparecen en la escena, estoy de espaldas, y sostenemos la mirada, hasta que te separas y te suelto, o te suelto y te separas, y seguimos caminando. Ahora cenamos en un restaurante, y brindamos con vino rosado. Ahora vemos alguna película en el cine, con las manos cogidas y tu cabeza en mi hombro, debajo de tus gafas, en un primer plano excesivo, lloras.

Entramos en lo que debería ser tu piso, aunque parece cambiado, tal vez más pequeño, o tal vez sea una impresión creada por el cambio de perspectiva. Cierras la puerta y yo cuelgo el abrigo. Entras en el servicio y yo pongo música en el salón. Abres la puerta del dormitorio y te quedas apoyada en el quicio y me sonríes. Me acerco y me coges del cuello de la camisa y me arrastras dentro. Nos abrazamos y besamos, y ahora la acción parece acelerada, o tal vez fuese la torpeza y la prisa, no lo recuerdo bien. Nos quitamos la ropa entre risas y bromas y besos y abrazos. Recuerdo sobre todo lo mucho que te reías. Enciendes la lámpara de la mesilla de noche y te veo semidesnuda. Yo también lo estoy. Ahora la cámara se acerca a mi cabeza desde atrás, tu mano pasa por mi nuca y al retirarse tu cara esta sonrosada y gimes; mi cuerpo se mueve y de vez en cuando es mi hombro el que te tapa. La acción se acelera mientras hacemos el amor, el plano se abre y se ve como el edredón cae a los pies de la cama. Ahora tú te agitas sentada encima de mí, mi cara aparece desenfocada, como siempre, mientras te agarro por la cintura. Gimes, gritas, ahora lo hago yo. Y todo se congela mientras los dos nos derrumbamos el uno junto al otro, con los ojos cerrados, aún buscándonos torpemente con las manos.

sábado, 2 de junio de 2012

Música Argelina en la Galeria

(publicado originalmente en Call me Enric el día 2 de Junio de 2009)
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En realidad, ya no voy mucho a la Galería.

Antes iba asiduamente, pero ahora apenas voy cada vez que visito la ciudad. Aún así, aún identifico caras, nombres, incluso profesiones; no tan a menudo a sus parejas. Muchos de ellos me conocen, es decir, saben quién soy, a quién corresponde esta cara; algunos recuerdan a qué me dedicaba, pocos saben a qué me dedico ahora, casi ninguno sabe algo de mis cosas privadas.

El ambiente de la Galería apenas ha cambiado en los últimos años. Antes, podía recordar las últimas exposiciones, recodar incluso las fotografías o cuadros que me gustaron, o aquellos que hubiese sido mejor no colgar. Conocía a los camareros y sus turnos. Participaba en los torneos de mus.



Cambiar, mudarse y comenzar en otra parte, dejando testigos y recuerdos en las ciudades abandonadas es algo que probablemente nos haya pasado a todos, y por lo tanto no deja de ser un tópico. A muchos de los que nos hemos reunido en la Galería nos ha ocurrido a lo largo de estos años.

Y a ella también le pasó. Ella comenzó como una nueva cara dentro de la comunidad que nos encontrábamos en la Galería. Al principio hablaba poco, solo con unos cuantos de sus conocidos. Poco a poco, se fue abriendo, ampliando en pequeños círculos concéntricos ese grupo de interlocutores. Aún así, de vez en cuando cualquier podía observar como algunos días se cerraba, y permanecía más ausente, más alejada.

Y es que la Galería es un buen bar tanto para los que quieren relacionarse y hablar, como para aquellos que, de vez en cuando, necesitamos un pedacito de barra de nuestra propiedad, donde buscar, en silencio, algo perdido en el fondo de nuestros tubos o jarras o botellines de cerveza. También fue siempre un buen bar para escuchar la mejor música.

En aquella época, yo tenía ya mi grupo de conocidos, aparte de mis amigos personales, que también eran y son asiduos de la Galería. Con algunos me unía la afición por el ajedrez, y aunque parezca difícil de explicar, eran amigos heredados de mi padre, y en ellos guardo parte de sus mejores recuerdos, pues en ellos le reconozco. Otros eran conocidos por el mero hecho de pertenecer a la misma generación. También, los jugadores de mus. Y otros, los conocidos por pura cercanía, gente de muy diferentes edades, orígenes, con los que una noche, te ves hablando para descubrir que también aprecian a Coltrane o a Hopper. Siempre hay un grupo de ellas, a las que uno recuerda por diferentes motivos, que no hace falta detallar.

Aquello fue hace años y durante el fin del invierno y la corta primavera, observé como ella desarrolló ese grupo de amistades y personas cercanas. No iba a diario, yo si, ella alternaba días más centrada en su círculo, con otros en los que se dejaba llevar por el ambiente festivo de las últimas horas de la noche.

Creo que fue en esa época cuando hablamos por primera vez, alguien nos presentó, y probablemente coincidimos en los mismos grupos algunas tardes y noches, nunca fuera de la Galería.

Llegó el verano, y me llamaron para un trabajo que me alejó de la ciudad durante unos meses, no muchos, creo recordar que me dijeron de Julio a Septiembre, Septiembre que se terminó convirtiendo en finales de Octubre. Creo recordar que lo comenté en la Galería, seguro que a Alberto, dueño y principal camarero, a Guti, su hermano, y algunos más, aunque no muchos. En aquella época era habitual que el trabajo me implicase temporadas fuera de casa. Por eso no lo comentaba a mucha gente, ya estaban acostumbrados. Se que a ella no se lo dije, me acordaría. Tampoco a sus amigas.

El verano se hizo largo, el trabajo fue duro en lo físico, y complejo en lo intelectual, y llevó bastante tiempo encauzarlo y resolver los problemas que iban surgiendo. Pero me acercó a la costa, a nuevos ambientes y a personas a las que aún recuerdo. Cuando terminó, pasé un tiempo descansando, un poco apartado del resto del mundo.

Poco a poco volví a las viejas rutinas, reencontrándome con las mismas caras y las mismas inercias, pero, como siempre y esto es otro tópico más, hay cambios, pequeños, que solo se observan si son vistos desde fuera.

La Galería tenía un grupo de camareros más o menos estable, que aún conserva, pero siempre hay alguna incorporación temporal, alguien sustituye a alguien que este curso fue a trabajar o a estudiar.

En este caso, el cambio fue que ella había tomado el turno de una de las camareras más jóvenes, que efectivamente, se había desplazado a otra ciudad.



A mi siempre me han gustado especialmente las tardes del otoño tardío, cuando aún no refresca, pero el sol se va escondiendo cada día un poco antes, y esas tardes siempre me ha gustado pasarlas en la Galería, a primera hora, cuando hay poca gente, y Alberto suele poner jazz instrumental, o música suave. Siempre alguien juega al ajedrez, siempre hay alguna tertulia distendida, pero también siempre se respeta el silencio de quien lo busca, primero en un café, luego en un pacharán, y después en varias cervezas.

La primera de esas tardes de otoño, en la que volví a la Galería, lo primero que me llamó la atención fue la nueva exposición. Era una serie de fotografías de motivos naturales tomados en los alrededores de Mérida, que intentaban jugar con los contraluces de contrastes duros de las tardes de verano (probablemente de aquel mismo verano), y con colores brillantes de las hojas que recibían esos duros últimos rayos de sol. El intento no aportaba nada nuevo, y tampoco conseguía nada digno de reseñar. Pero pasado el momento en el que uno aún tiene el eco de voces y coches en el oído, y ya aclimatado al ambiente del bar, algo me llamó la atención. La música tenía una sonoridad mediterránea, africana. Era tranquila, con ritmos suaves pero repetitivos, y la sonoridad de los instrumentos y la voz, que en principio parecían tener un cierto timbre áspero, pronto se convertían en sonidos mucho más envolventes que discordantes.

No era una música habitual de la Galería, aunque para nada resultaba extraña. Me senté en un taburete, cerca de la puerta, y saludé a dos jugadores de ajedrez, que me preguntaron por el trabajo, contesté brevemente, y esperé a que el camarero (yo esperaba a Alberto) apareciese. Y al poco rato me sorprendí saludándola, y ella me sorprendió recibiéndome con dos besos, pero sobre todo preguntándome por el trabajo. Sabía donde había estado, resultó conocer la zona, y repasamos brevemente los pueblos y lugares que más me habían gustado. Coincidimos en algunos, en otros no. Coincidimos algunas percepciones sobre la gente de allí, pero no en todas.



Hablamos de la música, era argelina, de alguna etnia de la que no recuerdo el nombre. Pero enseguida comenzó a llegar más gente, y hubo que atenderla, y yo decidí volver a centrarme en buscar algo en mi cerveza.

Para cuando terminó su turno, yo había accedido a jugar una partida de mus, dejando el taburete y la barra, y recuerdo que se despidió con un gesto con la mano, que yo preferí entender como dirigido a toda la mesa.

Así, en este tono, fue pasando el otoño, que siguiendo con los tópicos, dio paso al invierno.

Un día decidí dar un paso, y le dije que me gustaría tener algo de esa música argelina. Un par de días después, al terminar su turno, antes de irse se acercó y me dejó un CD.

-"Grábame algo, si te apetece, aunque no se qué música escuchas tu".
-"Bueno, a ver si acierto con algo, pero no creo que se parezca a esto".
-"No te preocupes. Hasta mañana".

Esa noche estuve escuchando la música y era buena. La mañana siguiente la pasé decidiendo que podía grabarle. Decidí cambiar el estilo completamente, y si la primera idea se centraba en música portuguesa, al final grabé un disco de música orquestal contemporánea, minimalismo suave y eso. También decidí no llevárselo inmediatamente, sino esperar unos días.

Pasó más o menos una semana, ella no preguntó por la música, charlamos un par de tardes. Para cuando llegó el día que decidí llevarle el cd, me sorprendió encontrar a Manolo detrás de la barra. Así que guardé el cd en el bolsillo de la chaqueta y decidí no preguntar. Pasaron unos días y no la vi. Yo llevaba el cd en el bolsillo cada día, y cada día pensaba en si la música sería la más apropiada.

Llegó el fin de semana, y a la media noche llegó ella. Había cambiado el turno y le tocaba cerrar. Había mucha gente, mucho trabajo y también mucho ruido. Intenté darle el cd, pero no fue posible. Al final me fui unas horas antes del cierre, y solo la pude saludar otra vez con un gesto desde la puerta. Así pasó otra semana.

El siguiente sábado decidí quedarme hasta el cierre (no sería la primera vez) e intentar charlar con ella en ese rato tranquilo que queda mientras se limpia, después de que todo el mundo se hubiese ido. Así ocurrió, y al final estuvimos charlando un rato, Alberto y Guti se fueron y le dejaron la llave para cerrar. Nos pusimos unas cervezas, escuchamos su música. Nos tomamos una copa. Ella se metió algo más. Yo solo fumé (en aquella época aún fumaba). Pusimos su música, luego pusimos mi cd, y ciertamente, mi elección resulto equivocada. Escogimos algunos discos de Alberto, y estuvimos escuchándolos mientras nos dábamos cuenta de que había apenas coincidíamos en nuestros puntos de vista. Sólo leía latinoamericanos, no le gustaban los clásicos, y opinaba que el tipo de música que yo le había grabado era `snob´ y `artificial´. Y yo no compartía su punto de vista respecto al uso de drogas, tampoco encontraba natural su idea de ser nómada (aunque de facto ella era más sedentaria que yo). No le gustaban mis camisas.



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Cuando nos despertamos, hice un café, rescaté las prendas que me había robado su perro y me acerqué a la pila de libros que ocupaba el sitio supuestamente destinado para una televisión. Pero (y es el momento de añadir otro tópico más) apenas podía apartar los ojos de su cuerpo. Bebí el café. Me vestí. Me despedí con un beso y una frase que no recuerdo y salí del piso. Tardé media hora en llegar a mi casa, y no fui capaz de tener dos ideas ordenadas en todo el trayecto.

Al día siguiente no fui a la Galería. Durante la semana sí, pero no la vi. Recuerdo como siempre me quedaba hasta el cambio de turno (a las diez los días de diario) para ver si llegaba ella. No tenía su teléfono. Sabía donde vivía, pero no creí conveniente presentarme en su piso sin avisar. Al final, no la volví a ver hasta el fin de semana siguiente, en su turno de trabajo. Me saludó con un pellizco en el brazo y entró en la barra. Como siempre a esa hora, había mucha gente. Dudé entre quedarme en la barra, buscando hablar con ella en los pocos ratos libres que iba a tener, o en hacer ver que no estaba tan inquieto y jugar alguna partida de ajedrez o de mus en las mesas. Al final opté por mentirme y sentarme en las mesas. Jugué al mus, siempre con un ojo en la barra, y probablemente ese déficit de atención, fue el que me hizo ganar como nunca.

Terminó la noche, y esperé a que saliese la mayor parte de la gente. Cuando terminó de recoger, le pidió a Alberto que cerrase él y le dio la llave. Yo solo miraba y terminaba la cerveza. Cuando salía, me hizo un gesto con la cabeza.

-"Ven".

La acompañé. Anduvimos unas manzanas sin hablar.

-"He quedado con unos amigos en el XXX. Si quieres venir".
-"No quiero molestar".
-"Tranquilo, vente".



Estuvimos en el XXX un buen rato, tomando copas mientras ella y sus amigos hacían excursiones al baño. Yo no fumé. Tampoco encajé con el grupo, aunque no hice grandes esfuerzos. Durante este rato apenas hablamos más allá de preguntarnos si nos apetecían más copas. Entre sus amigos, surgió la idea de continuar la fiesta en una casa de campo de alguno de ellos. Ella parecía animada con la idea, pero cuando se disponían a seguir, me miró, no me preguntó, y terminó diciéndoles a sus amigos que hoy mejor no, que ya hablarían el día siguiente. Yo solté la copa, recogí los abrigos y cuando volví, ella me cogió del brazo y me llevo así hasta su piso. Apenas hablamos. La mañana fue igual. Otra vez otro café mirándola mientras dormía, y luego otro paseo sin ser capaz de unir dos ideas seguidas.

Así, de semana en semana, terminé tomando tres o cuatro cafés mientras la miraba.

Al tiempo, tuve que salir de la ciudad un mes por trabajo, esta vez a ningún sitio interesante, y, ahora si, nos dimos los teléfonos. Aún así, apenas hablamos tres o cuatro veces. Cuando volví se repitió el mismo esquema. Al tercer fin de semana, decidió ir con sus amigos al plan que le ofrecieron, y yo volví solo a casa.

De esta forma acabó el invierno y la primavera pasó rápido, y pronto tuve que salir, un par de meses esta vez. Los últimos fines de semana predominaron los planes after hours sobre los cafés. Y el día antes de marcharme, reuní cierto valor y me presenté en el piso.

-"Oye, no quiero ser pesado, sé que no tenemos ninguna responsabilidad el uno con el otro. Pero quiero decirte algo. Yo no sé guardar las distancias ni las ausencias. Nunca me ha gustado tener a alguien que me espere. Ya sabes, en el fondo, nunca sé cuando voy a volver".
-"Me parece bien, en realidad, yo pienso igual. De todas formas, llámame".
-"Lo haré".

A partir de ahí, solo escuchamos música. Por la mañana salí de allí apenas amaneció y comencé el viaje hacía mi destino de trabajo, y durante todo el camino estuve buscando dentro de mí un sentimiento de pérdida que no encontré.

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El trabajo se alargó por más de tres meses, tiempo en el que no pasé por Mérida. Evidentemente la llamé, y también ella a mi. Yo le contaba el día a día, no del trabajo, si no de la zona, de los paisajes, de los sitios que conocía fuera del trabajo. Ella me contaba cosas de la Galería, de la nueva exposición (otra vez fotografía, esta vez realizadas por un grupo de amigos que habían viajado juntos a un festival de rock, cada uno con su cámara, los conocíamos a todos) y de las fiestas con sus amigos. Poco a poco las llamadas se espaciaron en el tiempo. Al final, me dijo que iba a dejar la Galería, que estaba cansada de trabajar siempre por las noches, y cuando le pregunté por los planes que tenía, me dijo que no tenía ninguno, que ya improvisaría. Hablamos una semana antes de mi vuelta a Mérida. Me recordó mis palabras, y aquello que yo dije de no esperarnos y mencionó algún nombre.

-"No te preocupes. Ya hablamos en Mérida"- le dije.

Ella me contestó que prefería no hablar, que mejor dejar pasar un tiempo.

Cuando la vi en la Galería, lo único que me dijo es que se marchaba al sur, a buscar trabajo allí, iba con aquel amigo, que tenía posibilidad de alojamiento. Yo sonreí, ella me besó en la mejilla y salió del bar. Él estaba esperándola.

Pasó el tiempo, poco a poco, el otoño terminó, con sus tardes acogedoras, en las que el sol va perdiendo espacio y tiempo cada día. Escuchábamos jazz con Alberto, jugábamos al ajedrez, al mus (llegué a ganar un torneo, pero nunca jugué como aquella otra noche). Tomé otros cafés mirando a otros cuerpos. Y cuando pasó el invierno me dí cuenta de ahí estaba, en el fondo de una cerveza, de esas en las que centras la mirada cuando no te apetece hablar con nadie. Allí estaba ese sentimiento de pérdida, junto a cierta resignación. En el fondo, ella se fue con otro, en el fondo, a ella no le gustaban mis camisas.

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Varios veranos después, festival de Teatro Clásico, en el escenario de la Alcazaba. La noche pese a ser calurosa, es agradable, pues al estar cerca del río la brisa refresca. Una compañía joven de baile interpreta música mediterránea (no, no es argelina) y la coreografía resulta preciosa. Estoy con unos amigos, a los que no conocía cuando aún tenía trabajos eventuales fuera de Mérida. Termina el espectáculo, y todos nos ponemos en pie aplaudiendo. Entre los focos, las luces generales que se encienden al terminar la obra y entre el gentío me parece reconocer una cara conocida que me mira. Me acerco, aún sin estar seguro de qué me suena esa cara, haciendo como que busco a alguien.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Burbujas




I

Cualquier talento, cualquier don, cualquier especialidad, cuando se desarrolla más allá de su funcionalidad, cuando se lleva un punto más allá del nivel que se considera óptimo, cuando trasciende su propia naturaleza y su propia finalidad, adquiere el derecho a ser categorizado como arte. Así, cuando el lenguaje trasciende la capacidad informativa, de registro, de memoria, se convierte en literatura; cuando la suma de ladrillos, hormigón, estructuras y cristales consigue hacernos olvidar que lo que vemos (o que lo que nos acoge) es una casa, se convierte en arquitectura; igual ocurre con la alta costura, con la fotografía más allá de los reportajes de boda o de guerra. Y como consecuencia, los artífices, los poseedores de dichos dones, los que han conseguido cultivar sus talentos de esta forma y con estos resultados, adquieren, pues, el rango de artistas.

Y él era uno de estos artistas. Su don partía de unas premisas que lo diferenciaban de los ejemplos anteriores, pues carecía de una función práctica a la que trascender, pero en el fondo, esto no es de ninguna forma un obstáculo para que su labor consiguiese la consideración de arte. Él hacía burbujas. Llevaba mucho tiempo haciéndolas, y las hacía de muchos tipos y formas. Comenzó como una forma de llenar el tiempo libre, como un impulso natural, no pensado, espontáneo, como el que golpea la mesa con las llaves que tiene en la mano mientras piensa en las facturas a pagar o en la comida para la semana que viene. Poco a poco, se dio cuenta de que le gustaba pasar su tiempo con estas burbujas, y continuó haciéndolas, pequeñas e inútiles, siempre en privado, que es cuando tenemos tiempo para perderlo con pequeñas aficiones que no llevan a ningún lado. Adquirió pues una cierta naturaleza esta afición, y como el que se aficiona a la fotografía, y tras fotografiar a la gente que pasea desde su ventana durante unas semanas, pasa a fotografiar a sus amigos y familiares, pronto se vio construyendo estas burbujas junto a sus amigos y a su gente cercana. Éstos, al principio, ni llegaron a percibirlo; después fue pasando a formar parte de esas cosas que nos acompañan y nos identifican, pese a ser irrelevantes (“A” cruza las piernas de forma peculiar cuando se sienta, “B” castañetea los dientes cuando está pensando en su trabajo, “X” hace burbujas cuando está entretenido…).

Pero alguien se fijó en las burbujas, y reparó en la curiosa perfección que él les daba, y un día lo comentó en voz alta, y resultó que en su círculo todos lo habían pensado, pero nadie había caído en la cuenta de comentarlo. En breve le animaron a que se centrase en las burbujas, que investigara un poco, siempre y cuando le fuese interesante y entretenido, sobre este arte y sus técnicas y secretos. Él empezó un poco a regañadientes, pero pronto descubrió que no solo le producía un placer inmediato e irreflexivo el hecho de hacer burbujas, sino que el interés se convertía en una curiosidad intelectual sobre las burbujas. Leyó, investigó, comparó métodos y teorías, experimentó en privado, y expuso sus resultados en público, primero a su círculo de mayor confianza, y poco a poco, fue mostrando su talento en ámbitos más extensos.

Conseguía en sus burbujas no solo unas cualidades visuales y sensitivas que captaban, o mejor capturaban, la atención del público, sino que también empezó a ser reconocido en ámbitos más iniciados por la perfección técnica y estructural de sus obras. Se fijaron en el medios de comunicación, al principio de manera superficial, como un entretenimiento más, pero cuando su nombre empezó a sonar en el extranjero (como siempre, las burbujas tienen una gran tradición en otros países más allá de nuestras fronteras, y son consideradas como un noble arte), se le reclamó como un nuevo personaje del que sentirse orgulloso (como un escritor que recibe fama internacional, o un actor que trabaja en otras industrias y vuelve a casa con prestigiosos premios en su haber), como un nuevo icono. Nunca nadie pensó que las burbujas podían llegar a eso, y menos él, que poco tiempo atrás, ni siquiera era consciente de la sutil complejidad de las mismas, complejidad que él mismo se encargaba de agudizar, habitualmente con éxito.



II

Y se lanzó primero a una gira nacional, realizando burbujas por encargo de los ayuntamientos y los gobiernos regionales, por las corporaciones y empresas, ávidas de patrocinar la nueva sensación. Pronto estas giras se tornaron internacionales, y su éxito se consolidó en todo el mundo. No quiero decir que fuese considerado el mejor del mundo en su especialidad, pero esto nunca ha sido necesario para poder ser considerado un artista.

Con esta fama, y los evidentes beneficios económicos que le reportaba, pudo comprar una bonita casa cerca de la costa, en una zona que si bien disfrutaba de un clima amable todo el año, y de unas calas pequeñas y recortadas, con un mar turquesa apacible, aún no había sido invadida por la especulación inmobiliaria ni por las masas de viajeros que, gracias a la reciente democratización del turismo, podían atestar cualquier lugar digno de ser visitado. Allí, se concentró primero en adecuar el ático de la casa, abierto en una amplia terraza hacía una de estas calas, terraza que permitía recibir la luz matizada de los preciosos y tranquilos atardeceres que se dibujaban sobre el mar, como un taller espacioso donde tener siempre a mano todas las herramientas y materiales necesarios para trabajar en sus nuevas creaciones. Y una vez el taller se encontraba a pleno rendimiento, convirtió media planta baja en biblioteca y museo dedicado a las burbujas, recopilando todo tipo de materiales, libros y fotografías referidos al tema, aunque las referencias fueran tangenciales (esto le llevó varios años, no muchos, pues la producción sobre el tema no era demasiado extensa). Durante este tiempo, realizaba en público ciertos trabajos, de tarde en tarde, que le permitían mantener una holgada situación económica y proseguir con sus investigaciones y experimentos, siendo estos trabajos creaciones habitualmente pequeñas, de menor importancia que las realizadas antes, caprichosas y no especialmente llamativas. Su fama le permitía presentarse con estas obras y obtener las acostumbradas críticas elogiosas, y trabajos no le faltaban, dado que sus burbujas que habían convertido en un elemento de prestigio, y ningún evento de cierto nivel podía evitar contar con ellas.

Estabilizada esta situación, y dado que estas obras pequeñas no le consumían ni tiempo ni atención, comenzó a preparar obras de mayor tamaño, obras muy estudiadas, habitualmente recreadas sobre papel, con miles de croquis y estudios compositivos previos, con experimentaciones en tamaño reducido dentro de su estudio. Una vez que le parecía que el trabajo había adquirido una entidad suficiente y parecía cerrado, se volvía a encerrar durante semanas buscando una nueva complicación, ya sea estructural o estética, compositiva o conceptual, o tal vez meramente sensitiva, con el compromiso de no cejar en el empeño hasta haber creado una obra completa, total, grande, coherente, trascendente... Acumuló una gran cantidad de material gráfico, que le llevó su tiempo ordenar, clasificar y archivar, para, al fin, seleccionar algunos de estos proyectos y comenzar la última fase, la puesta en práctica.

Cuando las llevó a cabo, en una última gira internacional en la que recorrió los lugares concretos que más le habían llegado al alma (bien por el oído, en acantilados donde el continuo embiste de las olas creaba tremendas sinfonías, bien por los ojos, como en aquellas praderas extensas de colores cambiantes según la vegetación, bien por el olfato o incluso por el tacto, como aquel valle en el que el viento siempre te acaricia la piel y te remueve el pelo), en aquellos donde la tradición de la burbuja se remontaba siglos y siglos en el pasado, o en aquellos donde la acogida había sido más afable y cariñosa; decía, cuando las llevó a cabo, el mundo entero comprendió que se encontraba ante las obras magnas de un gran artista, y le aplaudieron como tal. También se rumoreó que era esta gira una especie de despedida del mundo activo, que dejaría de producir, de crear, y que el retiro sería definitivo. Ante este rumor, él decidió salir ante los medios para anunciar que no, que no se retiraba, que si bien comprendía que sería difícil igualar la magnitud de estas obras, él siempre seguiría activo, pese a que anunciaba posibles rachas de inactividad o de retiro, siempre seguiría creando, y recordaba como empezó, de una manera inconsciente, irracional y espontánea, y ¿quién ha sido capaz de poner fin a un “tic” que surge así, irracional y espontáneamente? Para reafirmar esto, anunció en breve una última burbuja, en una fecha adicional para dentro de esta gira. Y fue en esta última fecha de la gira donde consiguió una obra que sería difícil de olvidar, una burbuja que quedó en las retinas de aquellos que tuvieron la suerte y el privilegio de verla, pues en esta última burbuja consiguió envolver una playa, una marisma que se extendía en la desembocadura arenosa de una ria, con sus mareas, sus dunas, sus pequeñas olas, sus embarcaderos para pequeñas barcas de recreo, sus miradores y sus paseos marítimos de la orilla derecha, donde se encontraban pequeños restaurantes regidos por pescadores de antigua usanza, que cocinaban y preparaban los pescados capturados en la noche anterior y siempre obsequiaban con unas nécoras a los amigos que venía a visitarlos desde lejos; también consiguió incluir en la burbuja toda una zona de rocas y acantilados donde las olas se batían continuamente en un combate en el que los dos contrincantes saben que no habrá asalto final ni ganador, así como la verde vegetación que se desarrollaba por encima de estas rocas, creciendo y trepando por una pendiente escarpada hasta llegar a lo alto de una pequeña colina donde solo crecía una verde alfombra de hierbas que no mantenían la verticalidad por la continua brisa; en la otra orilla, otro embarcadero, que se acompañaba de una iglesia de piedra, con sus imágenes de motivos marinos y pescadores, y algunas pequeñas casas blancas con zócalos de colores. Todo ello quedaba enmarcado dentro de esta burbuja, pero no solo esto, tras años de estudio e investigación, había conseguido crear artificios que parecían ir más allá de las reglas naturales que ordenan los elementos, y así, nadie alcanzaba a comprender como dentro de la burbuja, la brisa que venía del mar continuaba siempre soplando, con variaciones, pero siempre suave; tampoco se alcanzaba a descubrir la manera en la que los rayos de sol, ligeramente inclinados, reverberaban sobre las puntas de las olas creando reflejos de color verdoso, mientras que al tocar la arena de la playa, ésta adquiría un cierto todo dorado, y se creaba un juego de perspectivas entre estas zonas donde el sol golpeaba directo, y las zonas donde se generaba una pequeña sombra. Dentro de la burbuja se encontraban también algunos veraneantes tardíos (era septiembre) que paseaban bordeando las formas ligeramente curvas de las dunas de los arenales, algunos de ellos con sus perros que entraban y salían del agua en busca de palos y pelotas, y otros que terminaban entrando en el agua, corriendo por las zonas de poca profundidad que la marea creaba, y nadando cada vez que llegaban cerca de la corriente principal de la ria, y luchando contras las olas cuando ésta les llevaba hacia la zona de contacto con el mar. Incluso quedó dentro de la burbuja (sin saberlo hasta más tarde) una pareja que se buscaba con inciertos abrazos y juegos dentro del agua, que buscaban con pequeñas ahogadillas y peleas, esos momentos donde la broma se detiene ligeramente y cada uno disfruta del contacto de sus cuerpos, de esos pequeños abrazos.

Para cuando la burbuja se terminó de confeccionar, todo según lo que él llevaba dispuesto en un importante archivo de planos y croquis descriptivos, los observadores quedaron absortos, y durante cierto tiempo incapaces de atender a nada más; así, no fueron capaces de apreciar el momento en el que él abandonó el lugar y se fue, sin necesidad de ver el resultado, pues todo estaba previsto y todo había ocurrido ya antes en su cabeza.


III

Este fue el fin de la gira, y todo el mundo entendió y comprendió que después de esta compleja obra, se retirase de la actividad durante un largo periodo de tiempo. “Necesitará descansar” decían algunos, “¿no estará preparando nuevas grandes obras?” preguntaban otros, “ya le debemos tanto, no podemos cuestionar ni por asomo este retiro” acordaban sin discusión.

Y en parte era cierto, pues necesitaba descansar en su casa colgada sobre la cala que le proporciona vistas sobre un mar turquesa y desde la cual observar atardeceres. Pero no preparaba nuevas obras, puesto que, y esto nadie lo imaginó, él mismo había quedado prendado dentro de esta última burbuja y no era capaz de pensar en como crear ninguna nueva burbuja. No solo por el cansancio, por los meses de estudio e investigación, por lo difícil de coordinar la creación de esta obra, ni por el cansancio físico derivado de la construcción siempre manual y artesanal de la misma burbuja. Si esta burbuja había sido posible, si había sido capaz de construirla, de pensarla, de llevarla a cabo, es por que había dejado el corazón en ella, y ella, la burbuja, había tomado, había conquistado parte de su corazón, como lo había hecho también con su cuerpo y su mente. Pero el cuerpo y la mente se pueden recuperar, descansando, pero el corazón nunca se sabe si será posible recuperarlo. Pensó que el tiempo era la única arma para recuperarlo (o incluso para terminar de perderlo, que siempre es otra opción) y por ello se retiró a su casa en la costa, sin subir al estudio, sin entrar en la biblioteca, tan solo viviendo para esos atardeceres sobre el mar turquesa, que si bien no era el mismo mar, siempre le ponía en contacto con aquel otro mar y aquella ria y su desembocadura que aún se mantenían dentro de su burbuja. Por que una cosa que no se ha mencionado, y que constituye uno de los logros por los que era más admirado, era la capacidad de otorgar a sus burbujas una permanencia en el tiempo; al principio consiguió que se mantuvieran minutos, horas… y fue aclamado cuando una pequeña burbuja suya permaneció durante días, el record de la semana le costó bastante tiempo de trabajo y experimentación. Pero nadie había ni siquiera reflexionado sobre los logros en este campo de la durabilidad que pudiera haber alcanzado en las burbujas realizadas en esta última gira, y tampoco en esta última burbuja. Y de hecho, la burbuja continuaba allí, y él continuaba mirando el mar en su retiro todas las tardes, y la gente se acostumbró a las burbujas como se acostumbran a los puentes y edificios que se van añadiendo a las ciudades, como los viaductos de las autovías que se añaden a los paisajes, como las nuevas caras que llegan a nuestras vidas (nuevos clientes en los bares, nuevas caras en las cenas de navidad, nuevos compañeros de trabajo) y pronto dejaron de preocuparse por eso.

El retiro se alargó, y nadie se lo cuestionó, se había retirado, pero todos concluían de acuerdo en que el retiró se produjo en el mejor momento, en lo más alto de su carrera, y si bien siempre añoraban las burbujas que podrían haber disfrutado este tiempo, y aunque nadie perdió la ilusión por una nueva burbuja en un hipotético futuro; nadie le reprochaba en absoluto el retiro, y todos le guardaban un cierto y sincero afecto en su recuerdo.

IV

Fue así que cuando el retiro terminó, mayor fue la sorpresa y la incomprensión que recibió, pues nadie en absoluto esperaba que la naturaleza de la última aparición en público del artista de las burbujas se desarrollase de la manera en que lo hizo, ni los más avezados expertos en su vida y obra, expertos no ya en burbujas, sino en “sus” burbujas, pudieron jamás esperar las acciones que realizó en cuanto salió de su retiro.

Salió una mañana de la casa, con una pequeña bolsa de mano, y se montó en el coche. La noticia pronto corrió de boca en boca primero en el pueblo vecino a la cala de color turquesa, y pronto trascendió a mayores ámbitos. El retiro se había terminado, todo el mundo esperaba algo. El coche le fue llevando por pequeñas carreteras de monte hacia lugares donde había elegido situar algunas de las burbujas de la última gira, y al llegar, siempre paraba el coche en alguna curva, aún en el monte, de forma que siempre tenía una vista desde lo alto del paisaje. Allí se paraba a observar, fumaba un cigarro, y tras una pequeña pausa, volvía a circular por las carreteras. Hay que decir que de estas burbujas ya solo quedaba el recuerdo, pues pese a los grandes avances en la durabilidad de las mismas, hacia ya tiempo que tan solo permanecía una burbuja, la última, la burbuja de la ria y el mar. Recorrió los valles, algunos acantilados desde lo alto, las llanuras, y siempre igual, paraba, observaba, fumaba, y seguía. Pronto le seguían algunos coches de periodistas y curiosos, siempre a una prudente distancia, y siempre permanecían en silencio; él no les dirigió ni una mirada ni una palabra.

Tras un largo recorrido, con múltiples paradas, por fin llegó a las inmediaciones de la última burbuja. Desde lo alto de un pequeño cerro, desde donde se dominaba todo el valle, la ria, la playa, los embarcaderos, restaurantes, iglesia y casas, parecía observar la burbuja y la monumentalidad de su contenido. En realidad más que observar recordaba.
Allí la expectación era mayor, pero nadie se atrevía a hablar. De pronto, vieron como abría el pequeño bolso de mano que le acompañaba desde la casa en la costa, y vieron como de él sacaba un pequeño objeto metálico, de forma alargada, se podía decir que era una aguja, pero de unos veinticinco centímetros de longitud, y parecía vieja, ligeramente oxidada en su cuerpo, mientras que la punta en cambio brillaba como lo hacían aún las crestas de las pequeñas olas que morían en los arenales de la desembocadura de la ría. Vieron como acariciaba el objeto, como volvía a levantar la vista hacia la playa, como, protegiéndose del sol con la mano, parecía buscar algo en la zona donde la corriente de la ría confluía con las olas del mar. “Allí es donde se bañaba aquella pareja, el día de la inauguración de la burbuja” apuntaría más tarde uno de los estudiosos allí presentes. Y estaba en lo cierto. Pero allí ya no había nadie. Retiró la mano, dio la última calada al cigarro, y con gesto desanimado, alargó el brazo derecho con la aguja hacía delante.

Y algo pasó en ese momento, y todo el mundo fue consciente, todo el mundo lo percibió, pero nadie fue capaz de explicar exactamente en que consistía ese algo que acababa de pasar. Pero lo que estaba claro es que la burbuja ya no estaba allí. Un tiempo duró primero la perplejidad, luego un cierto tiempo de desconcierto, y poco después un ligero desánimo y vacío. Todos le miraron, y él seguía en el mismo sitio, mirando hacia el valle. Y todos volvieron de nuevo la vista hacia el valle. Todo parecía seguir igual, todo estaba en el mismo sitio, las olas mantenían su misma cadencia, el viento ni aminoró ni aceleró, las gaviotas seguían volando. Las olas seguían chispeando con reflejos verdes, y la arena seguía teniendo un tono dorado. Pero faltaba algo, eso estaba claro. Algunos definieron la situación como si una veladura hubiese sido retirada, quitando cierta viveza al reflejo de las olas, o al rugido de las olas al romper sobre las piedras de la orilla; pero eran más bien metáforas literarias, por que nadie supo explicar nunca que es lo que faltaba, donde radicaba el cambio.

Entonces el giro sobre sus talones y se dirigió hacia la comitiva que le acompañaba, y antes de que nadie le preguntase, dijo:

-He malgastado toda mi vida, todo el tiempo y los talentos que se me han dado, todo el esfuerzo que he sido capaz de realizar, ha sido en vano. Y vosotros me habéis aceptado, me habéis aplaudido, me habéis seguido en base una premisa nula. Pensabais que mi talento había llegado a convertirse en arte, y yo en artista, y como tal me habéis permitido llevar una vida de trabajo, y de esfuerzo, pero una vida cómoda al fin y al cabo. ¿Quién no querría dedicarse por completo a aquello que más le gusta? Pero es todo falso y nulo. Admirabais, admirábamos las burbujas como algo bello, pero en el fondo, no son más que pequeñas cosas que si sirven para algo, es para algo malo. Las burbujas que he construido solo sirven para una cosa, para retener dentro tiempos y cosas que hemos apreciado en momentos concretos, para retener esas sensaciones. Y esto no vale de nada. El único esfuerzo que realmente merece ser realizado es el contrario. Conseguir crear las circunstancias que nos permitan que la sensación de placer que hemos recibido en ese momento y en ese lugar concreto se contagie y se extienda a todos los demás momentos y lugares. Recortamos, seleccionamos y guardamos, cuando lo que tenemos que hacer es extender, manchar y contagiar.

Dicho esto, se subió de nuevo en el coche, arrancó y condujo de nuevo buscando todos aquellos lugares donde una vez alguna de sus burbujas tuvo lugar, mirando, recordando, y volviendo a viajar.

Los demás recapacitaron en silencio sobre sus palabras, pero estas no quedaron registradas, y fueron olvidadas pronto. Quedó su obra, quedo su recuerdo, pero algo de ese afecto que le guardaban se había perdido.

domingo, 27 de mayo de 2012

Genéricos

(Publicado originalmente en Call me Enric entre Marzo y Junio de 2009)
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En realidad,
no era nada,
no había nada,
con lo cual, nada se pudo romper..

Pero curiosamente,
hizo el mismo ruido
que hacen las cosas bonitas
al romperse..
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Ahora, que con el tiempo y el silencio,
me voy acostumbrando
a la ausencia de los rituales cotidianos
a los que me obligaba contigo..

Precisamente ahora,
te echo de menos más que nunca...
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sábado, 26 de mayo de 2012

Pesadilla

(Publicado originalmente en Call Me Enric el 13 de Octubre de 2009)



La noche no había sido tranquila. El constante ruido de la lluvia golpeando los cristales, el viento silbando por las rendijas de las ventanas, y el complejo coro de crujidos de la madera de puertas y muebles le habían impedido conciliar un sueño profundo. Había sido consciente de que en la habitación de al lado se había encendido la luz un par de veces, también de haber oído voces susurrando una conversación ininteligible para el, al otro lado de la puerta. Aún no había llegado el invierno, pero la casa conservaba el frío acumulado durante las semanas, tal vez meses, que había permanecido cerrada, gracias a los anchos muros que le daban forma. Era una casa más avejentada que vieja, con casi un siglo de antigüedad, en la que aún se mantenían los frescos decorativos en el techo, a pesar de las continuas humedades en las zonas bajas de las paredes. Los techos altos, de casi 4 metros, y los muros anchos y con corazón de piedra la convertían en un perfecto campo estanco para la humedad y la temperatura en cuanto pasaban más de tres días sin que ningún huésped mantuviese el correcto ritmo de ventilación (ventanas, contraventanas y persianas cambiando de posición para captar el aire fresco de la mañana y la tarde en verano; cerradas excepto el mediodía para conservar el calor en invierno.

De todas formas, él tenía asociada la humedad en el aire y el entrar en las sábanas no frías, si no gélidas, y sentir el peso excesivo de las viejas y gruesas mantas, con un sentimiento tibiamente agradable, de serena tranquilidad. El mismo que sentía desde pequeño (sus recuerdos llegan hasta los 6 años aproximadamente), cuando se sentaba, callado, con un tazón de leche tibia, en la mesa en la que su abuela materna, la mayor de sus tías (ambas difuntas ya), el primo cura de su madre y, solo a veces su propia madre, se sentaban a media tarde para rezar el rosario. No se rezaba de forma sentenciosa ni solemne, si no como el que canturrea una canción, en este caso un susurrante coro, mientras juega con las cuentas del rosario entre los dedos. Siempre alguna de ellas dejaba el rosario, y seguía el ritmo del rezo mientras terminaba de zurcir algún calcetín descosido, alguna vez daban los responsos mientras repasaban cuentas de la casa, incluso una vez, siendo muy pequeño, recuerda haber visto a su abuela amasar croquetas, sin levantar la vista de la masa ni de la harina, entre misterios y ora pro nobis. Él nunca asoció esta costumbre, el rosario, como un acto de fé, si no más bien como una forma de llenar el silencio de una casa grande y vacía con un sonido familiar, protector, que entibia el aire frío que se colaba entre las rendijas de las ventanas descuadradas.

Pero de aquellos momentos en los que se fijaron en su memoria estas sensaciones de calma y protección habían pasado ya muchos años. La casa seguía vacía, seguía avejentándose año a año, más bien invierno a invierno. Muchos de los protagonistas de aquellas rutinas no volverían a pisarla, algunos fallecidos, enterrados en un cementerio no muy lejano, en el que la familia acumula recuerdos igualmente tibios entre aires fríos casi a cada paso que se dé entre las hileras de nichos, invariablemente detrás de las lápidas más sencillas entre todas (un nombre, dos fechas, un DEP y una cruz simple). Otros simplemente habían olvidado aquellos momentos, y la casa y el pueblo del que procede su familia se han convertido en meros conceptos sin realidad física, que se mencionan de vez en cuando. Otros simplemente vivían demasiado lejos.

Él pertenecía a la única rama de la familia que aún mantenía la costumbre de volver con relativa asiduidad a la casa, en principio por la cercanía, pero también por determinadas circunstancias, que dotaban al pueblo y a la casa de beneficios y comodidades frente a la ciudad donde residían. No comodidades físicas, si no ausencia de posibles causas de problemas.

No había dormido bien, y tenía la sensación de que no había sido el único en tener una noche intranquila. No había podido captar las breves voces que había oído susurrando en la habitación continua, donde dormía su madre, pero si cierto tono de preocupación; el mismo que le parecía captar en el abrir y cerrar de puertas, siempre lento, las puertas se encajan y no se abren fácilmente con la humedad, que terminó por sacarle del duermevela.

-”Enrique, ¿Enrique?”

Abrió los ojos, y tardó un momento en enfocar a través de la luz amarilla de bombilla antigua que se colaba por la puerta abierta. Pronto en el contraluz, y en la voz, reconoció a su madre.

-”Enrique, despierta. Despierta hijo, anda. Levantate, rápido, por favor”.

-”Ya voy, un momento” - respondió, mientras apartaba la cara de la luz, girando el cuerpo hacía el lado contrario.
-”Date prisa, por favor, es importante.”

La insistencia le hizo volverse de nuevo, y vió la cara de su madre, algo agitada, preocupada. También sus ojos, ya un poco más acostumbrados a la luz, le trasmitieron una nueva información, era temprano, por la ventana apenas se colaba la luz que habitualmente le despertaba, ya entrada la mañana.

-”¿Pasa algo?”
-”Anda, ven, date prisa.”

Se levantó, mientras su madre entornaba la puerta, discreta, al tiempo que él se vestía con el mismo pantalón y camiseta del día anterior.

-”Tu padre se ha dejado la televisión encendida, y ya sabes que a veces cierra la puerta con llave. Y mira que le hemos dicho que no lo haga, pero claro, ya tiene la costumbre, y no se le puede hacer cambiar.” - le explicaba mientras él se calzaba - “El caso es que no se le oye, con el volumen de la tele, ni los ronquidos. Y no contesta, debe estar dormido como un tronco, como siempre. Ya sabes que me pongo nerviosa con estas cosas. Anda, ve tú, abre y le despiertas. Pero de la tele no le digas nada, eso ya se lo digo yo. Que luego se enfada contigo y os peleais. Lo de la llave, también se lo digo yo. Pero ve, rápido y abre, ¿de acuerdo?”

Todo esto se lo iba diciendo mientras caminaban juntos primero por el despacho que había pertenecido a su abuelo, con muebles viejos, sillas con respaldos de cuero y una estantería de estilo art-decó llena de ejemplares del París-Match. Por el amplío pasillo que partía del vestíbulo, él iba pasándose las manos alternativamente por el cabello y por los ojos, restregándoselos. Hacía ya algunos años que su padre y su madre no dormían juntos, ni en su ciudad de residencia habitual, ni en la casa del pueblo. En ambas, su padre prefería tener una habitación para él, con su televisión, sus juegos y revistas de ajedrez, sus libros, en un constante desorden, mientras que su madre mantenía los dormitorios nupciales de ambas casas, siempre bien arreglados, con las camas tapadas por los juegos de sábanas y mantas de su abuela. Su padre habitualmente se dormía con la televisión o con la radio encendidas, y él ya estaba acostumbrado a pasar por la habitación del padre, cada noche, y al tiempo que apagaba el aparato, recogía las tazas de café vacías y ponía un cierto orden en el escritorio. Pero anoche no lo hizo. Llegó tarde, de un viaje, había pasado unos días lejos, oficialmente con unos amigos, aunque en realidad se había citado en un pequeño hotel con una antigua amante, para convertir lo que deberían haber sido unos días alegres de paseos, comidas en bonitos restaurantes, un encuentro amoroso más como recuerdo del pasado compartido que como una puerta a un futuro; en un fin de semana de reproches, de viejas deudas reclamadas, de desánimo, de noches sin dormir, fumando, repasando errores.

No apagó la televisión ni recogió las tazas vacías de su padre cuando llegó. De hecho, llegó lo suficientemente tarde como para ni siquiera saludarlo, si no dirigirse directamente a su habitación, dejar la maleta cerrada junto al armario, y entrar desnudo entre las sábanas para recuperar esa sensación de frío confort. Pero no lo consiguió, los reproches (propios y ajenos) pesaron más que la memoria de las sensaciones, y, junto al ruido de la lluvia y el crujir de los muebles, construyeron una noche de sueños intranquilos.

Desde el pasillo pasaron a la salita de estar, antigua cocina, donde la ventana sin visillos dejaba ver un patio barrido por una fuerte lluvia; y de allí a otro pequeño pasillo que llevaba a la habitación donde el padre se había instalado. La televisión se escuchaba desde el pasillo, y bajo la puerta y entre las rendijas se escapaban pequeños destellos.

-”Papá... ¿Papá?”
Golpeó la puerta suavemente.

-”Papá, soy yo, levantate, vamos, que te he preparado ya el café”
Volvió a golpear algo más fuerte.

-”Venga, levantate y abre la puerta... ¡Papá!... ¡Papá! ¡Abre! … ¡Abre de una vez!”
Poco a poco subió el tono de voz hasta terminar gritando de la forma que siempre hacía enfadar a su padre cuando lo tenía que despertar. Los golpes fueron cada vez más fuertes.

-”¡Venga, que ya es de día!” - Mintió mientras forcejeaba con la puerta, cada vez más nervioso.

Muchas veces, y sin motivo aparente, se habían encontrado con que su padre cerraba la habitación con llave, pese a que le habían insistido mil veces que no era prudente hacerlo. En la casa de la ciudad lo habían solucionado, cambiando todos los pomos de las puertas por otros sin cerrojos, pero aquí en el pueblo las puertas conservaban sus cerraduras. Forcejeó un momento, pero esta vez la puerta no estaba cerrada, tan solo oponía resistencia por la hinchazon de la madera causada por la humedad.

La puerta se abrió. Él entró, apagó la televisión al tiempo que encendía la luz. Su madre no se atrevía a asomar la cabeza aún. La cama quedaba escondida tras la puerta, así que no pudo ver que allí no había nadie dormido hasta que no cerró la puerta. No había nadie en la cama, que no estaba deshecha. Tardó un momento en darse cuenta de que a través de la ventana abierta entraban golpes de lluvia que encharcaban el suelo de la habitación.

-”Mamá, no está. Aquí no hay nadie, y la cama no está deshecha.”

Se miraron con desconcierto. Esperaban verle dormido, incluso esperaban oír los ronquidos desde el pasillo, y que si antes no se escuchaban, fuera a causa de una postura, un giro en la cama. Esperaban que alguien se despertase agitado al escuchar el ruido de la puerta abriéndose, quejándose y gruñendo, todavía dormido. Pero lo que no esperaban bajo ningún concepto era esa cama vacía y sin tocar. Seguían mirándose.

-“Mamá, ¿tu lo has oído levantarse o algo? ¿has oído la puerta? - rompió él el silencio.
-“No, hijo, no he oído nada.” - su madre respondía, pero en realidad le miraba con una cara asustada, pidiendo algo de seguridad, tal vez alguna idea que rompiese el desasosiego.

-“Bueno, vamos a ver. Vete a ver el los baños de dentro, yo voy a la cocina y al baño del patio, ah, y a los coches, ¿te acuerdas de aquella vez que se fue al coche, que había ido a escuchar la radio allí? Decía que se escuchaba mejor y se quedó encerrado con el cierre automático. Seguro que nos encontramos alguna taza de café y un cigarro en el sitio más insospechado” - Dijo él, simulando tranquilidad y seguridad, intentando convertir la situación en un juego.

Su madre aceptó el juego, esbozó una tibia sonrisa y empezó a recorrer la casa, mientras él, juego si o juego no, abrió la puerta del patio y salió a la lluvia. Era más fuerte de lo que parecía a través de la ventana de la cocina, más de lo que le había trasmitido el ruido durante la noche. Caían chuzos de punta, y antes de llegar al pequeño cuarto de baño que había en una esquina del patio ya estaba completamente empapado por una lluvia fría, compuesta por gruesos goterones que caían a plomo sobre el suelo de barro del patio y sobre su cabeza y su escasa camiseta. Forcejeó con la puerta del baño, que al final se abrió con un quejido, pero dentro tampoco había nadie. Recorrió de nuevo el patio, con el agua ya dentro de los zapatos, camino del pequeño corral donde aparcaban los coches. En el corral el suelo de piedras, entre las cuales crecía una vegetación fruto del descuido, resbalaba, y tuvo que contener su creciente impaciencia para evitar caer. No había nadie dentro de los coches. Permaneció parado en mitad de la lluvia, pensando dónde se podía encontrar su padre. Alguna vez antes se había desorientado durante una tarde, y habían terminado encontrándolo dando vueltas en el doblado, así que se dirigió hacía la casa, buscando a su madre. La encontró cerrando habitaciones después de comprobar que no había nadie en ninguna de ellas.

-”¡Ay, hijo! Aquí no hay nadie..” - el desconcierto había dado paso al nerviosismo, y ahora se encontraba bastante alarmada. La madre era una mujer que si bien había tenido siempre una personalidad estable, incluso fuerte, desarrollando una sólida carrera en la administración durante su vida profesional, pero a la que los años le habían hecho llegar un punto de inseguridad, que le hacía refugiarse en sus hijos.
-”No te preocupes. Mira, hazme un café, y ahora pensamos, ¿vale?” - Mantenía aún el tono tranquilizador, y mientras hablaba puso las manos en los hombros de su madre. Ella era considerablemente más baja que él, así que los ojos que empezaban a brillar le miraban desde abajo. Era en estos momentos en los que él se daba cuenta de cómo los años iban pasado por su madre, no solo por su padre. Cuando llegaba la declaración de impuestos, y ella no conseguía descifrarla, pese a haber dedicado su vida a gestionar miles de impresos como ese; cuando el coche se estropeaba, y le faltaban reflejos y decisión, y le daba miedo llevarlo ella al taller, por que no se iba a enterar de nada de lo que le explicase el mecánico. Con algunas cartas del banco. Con los médicos. A veces con su marido. En esas ocasiones, y cada vez más a menudo, el veía como el tiempo había transformado esos ojos, que ahora le miraban a él desde abajo, cuando él aún tenía la conciencia haber pasado más de media vida siendo él que llamaba a la madre, que acudía a levantarlo del cuelo cuando se caía, a consolarlo con algún suspenso injusto, a prestarle algo de dinero cuando no le iba bien. Aún se le hacía difícil asumir que ahora él era la persona fuerte, la que consolaba y arreglaba, la que solucionaba y conseguía. Siempre una parte de su cabeza luchaba, e intentaba hacer que su madre se mantuviera activa y con capacidad de decisión, no hacía tanto tiempo que se había jubilado, no hacía tanto tiempo desde que ella sola gestionaba un departamento. Pero siempre terminaba ganando una parte menos racional de él que asumía ese rol de protector, siempre terminaba usando ese tono de voz tranquilizador y hasta un poco bromista, mientras le ponía las manos en los hombros - “Mientras lo preparas, yo subo al doblado.”

Subió las escaleras tranquilamente, pero terminó subiéndolas a saltos, de tres en tres escalones. Recorrió las estancias del doblado, segunda planta con la misma superficie que la planta principal, pero con diferente distribución. Este doblado se había utilizado como almacén de grano, secadero de embutidos y trastero, y ahora la mayor parte de las dependencias permanecían vacías, con el suelo antiguo y el techo de vigas de madera. En algunas habitaciones se habían acumulado algunos trastos, testigos de otra época, como tinajas, baños de latón, algún reclinatorio, e incluso dos lápidas. Otras estancias se llenaban con restos de mudanzas, con cajas llenas de libros, vajillas y otros enseres, fruto de los traslados de casi todos los miembros de la familia, que habían utilizado la casa como guardamuebles. Pero allí tampoco había nadie. Faltaban algunos cristales de las ventanas allí arriba, y esto hacía que las corrientes más fuertes le revolviesen el pelo aún mojado. Y el frío se le metió en el cuerpo. ¿Dónde estaba? ¿Dónde demonios se había metido su padre?. No se había quedado dormido en otra habitación, algo relativamente normal. Ninguna puerta le había jugado una mala pasada, no estaba accidentalmente encerrado ni en los baños ni en los coches. No estaba dando vueltas, mirando entre las cajas de las mudanzas, con la escusa de buscar un no-se-qué suyo que no veía hace años. Ni si quiera se lo había encontrado desorientado, casi sin saber quién le hablaba y le cogía de las manos y le llevaba de vuelta al sofá desde el corral, o bien desde uno de los trasteros. No. Esta vez no estaba en casa.

No paraba de darle vueltas a la cabeza, barajando opciones, pensando de forma desordenada, mientras bajaba los escalones, de vuelta a la cocina, donde su madre le esperaba con un café ya preparado y las manos temblorosas.

-”Bueno, no está en casa. Pensemos despacio ahora cinco minutos, y vamos a ver, seguro que caemos en la cuenta de algo, y ya está. Dame el café” - Su madre asentía pero no contestaba.

-”Ayer, por la tarde, ¿que hizo? Durmió la siesta, ¿verdad?” - su madre asintió otra vez, mientras él daba sorbos al café. - “y después, se fue a la partida, ¿dijo algo especial?”

-”Nada, salió, no quiso llevarse el paraguas, y mira que le insistí, se habrá calado. Por que ayer ya llovía aquí, no ha parado.” - contestó la madre.

-”Y después de la partida, ¿volvió a casa?”

-”No... espera, si, se asomó a la puerta y me dijo algo de un partido, pero yo no le entendí. Al escucharle pensé que ya entraba y que pasaba a su habitación. Luego, más tarde, como no se quejó por la cena ni nada, pensé que estaba fuera con eso, algún partido o algo. Luego yo me metí en la cama y no caí en la cuenta si estaba o no. Ya sabes que se encierra en su habitación y pasa horas sin salir ni decir nada. Solo se oye el ruido de la tele.”

-”Bueno, mira, vamos a hacer una cosa, voy a subir, que el mesón ya estará abierto para los cazadores y los hombres del campo, y allí pregunto. Tu llama a las tías y preguntales. Y te quedas en casa, con la puerta abierta, sentada en el brasero, y sobre todo tranquila. Que ya verás como en un momento se soluciona todo. Seguro que se nos pasa algo por alto. ¿Tienes el móvil? Enciendelo y tenlo a mano.”

El pasó por su habitación, abrió la maleta y se puso un jersey. Cogió su teléfono móvil y las llaves y se fue hacia la puerta.

-”¡Y no te muevas de aquí! Ahora vuelvo.”

Subió la cuesta que le llevaba hacia la plaza del pueblo. Seguía lloviendo a mares y el sol no daba pistas de su presencia en el cielo. Era temprano, apenas había luz, y las farolas solo servían para ver las enormes gotas de agua que caían de unos negros nubarrones. En la plaza apenas había actividad. Algún coche viejo y destartalado pugnaba por arrancar, probablemente para ir a alguna parcela de olivos a través de caminos embarrados. Atravesó la plaza, rodeó la vieja iglesia y llegó al mesón donde se daban cita los cazadores y los campesinos más madrugadores, para tomar un café caliente y un vaso de cazalla antes de comenzar la jornada. Ese mesón era el mismo bar donde los hombres se reunían por las tardes para echar la partida de mus o de tute subastado mientras las mujeres cuidaban niños o iban a misa; más tarde, era el único bar donde la televisión era lo suficientemente grande como para que se llenase la sala de sillas para ver el partido, fueran quien fuesen los equipos que lo disputasen. Allí solía ir su padre los ratos en que salía de su habitación, allí tenía su partida, los amigos con los que discutía y se enfadaba a diario, allí siempre defendía al equipo que menos seguidores tuviese cuando había partido. Y allí compraba y fumaba el tabaco que tenía prohibido, y que había dado lugar a las discusiones más serias con su hijo. También la cerveza que bebía allí la tenía prohibida.

Entró en el bar y pidió otro café mientras restregaba los pies en el felpudo de la entrada. No le apreciaban en el bar y lo sabía. Todos lo conocían, y lo que no estaban de acuerdo con las prohibiciones del tabaco y el alcohol se lo recriminaban cada vez que iba a buscar a su padre al mesón. “Desde cuando un hijo le dice a su padre lo que tiene que hacer.” “¿Tu quién te crees que eres para hablarle así a tu padre delante de sus amigos?”. “Déjale que haga lo que quiera, hombre, que disfrute de su cigarrito y de su caña”. También estaban los que en silencio le reprochaban que le dejase salir, que no lo tuviera en casa, controlado.

Bebió el café despacio, a sorbos, hervía. Respiró hondo y pregunto si habían visto a su padre esta mañana temprano. Alguno de los clientes se giró y le dio la espalda. “No, esta mañana no ha pasado por aquí”-le contestó el camarero. “¿y anoche? ¿cuando se fue de aquí?”. Se mantuvo el silencio durante un momento. Las caras duras y curtidas de los que aún le atendían le miraban y le juzgaban. Todos entendían que algo había pasado esta noche. “Yo no estuve, anoche trabajó mi hijo” - contesto serio el camarero. “¿y alguno de ustedes lo vio? Creo que vino a ver el partido, ¿alguien lo vio salir?” - Tras otro silencio incómodo alguien contestó desde una mesa -”Si, estuvo aquí viendo el partido y animando al X, ya ves tu, en este bar y animando al X, tocando las narices. Y se quedó un rato bebiendo sus cañitas y fumando sus cigarritos. Si, y yo le dí tabaco cuando se le acabó el suyo. Y mira que se fue tarde, ¿eh? Y cuando se fue, si es que acaso te interesa, se fue para el bar de abajo, a comprar más tabaco, que aquí no quedaba. Y seguro que se tomó todas las cañas que no le dejáis tomar en el hospital ese que tenéis montado en la casa de las viudas” - Mientras contestaba, el hombre se levantó, y se le iba acercando lentamente. Él sacó una moneda del bolsillo y la dejó en la barra, el camarero asintió serio. -“Gracias, solo preguntaba por si lo habían visto. Perdone.” - dijo mientras se giraba y se dirigía hacia la puerta sin mirar a los ojos al hombre que le había contestado. -”Ni para cuidar a su padre ni para mirar a los ojos tiene éste huevos.” - Escuchó mientras salía del bar.

Seguía diluviando, y el sol seguía empeñado en no salir, y las calles seguían desiertas, pues con la lluvia, las mujeres que salían a comprar a la plaza se quedaban en los zaguanes esperando a ver si escampaba. Solo algún hombre, con una capa sobre los hombros y a lomo de algún mulo trasquilado atravesaba el pueblo. Volvió a rodear la iglesia, atravesó la plaza y bajó por las calles que descendían la ladera hacía la carretera general. En esa dirección, en las últimas casas del pueblo, se encontraba el bar de abajo. En realidad apenas era un bar, salvo por un metro y medio de barra con un grifo tirador de cerveza, el resto no era más que una sala amplia con unas mesas, incluso algún sofá, sin televisor. Allí servían únicamente vinos del pueblo en garrafas y licores de fabricación casera, además de la cerveza y tabaco a escondidas. Las malas lenguas decían que algunos días se jugaban partidas de cartas y de dados donde los hombres se jugaban arrobas de vino, cabezas de ganado y los mulos y caballos. Cuando llegó, estaba cerrado y nadie respondía. Llamó durante un rato, golpeó la puerta con todo el nervio que tenía acumulado. Golpeó la puerta con las ganas que tenía de haber golpeado a aquel hombre del mesón, las ganas de haber golpeado a tanta gente que no le había comprendido en estos últimos años. Con tanta rabia como le gustaría que le hubieran golpeado al salir del hotel, ayer por la tarde, después de hacer imposible cualquier posibilidad de entendimiento con la antigua amante. Con las ganas de hacerse tanto daño en la mano contra aquella puerta de madera seca, como daño había hecho él a la antigua amante, y no solo a ella, si no a tanta gente durante aquellos últimos años. Tanto daño como dolor llevaba el recibiendo y repartiendo por igual durante estos últimos siete años.

Al rato una cabeza asomó por un ventanuco en la casa de enfrente. Una mujer, con la cara cruzada de arrugas y el pelo tapado con un pañuelo le miraba con cara de desaprobación.

-“¡Que pasa! ¡a qué tanto escándalo!” - gritó.

-”Señora.. señora, perdone. Mire, me puede ¿ayudar?”

-”¡Deje los golpes! Que es temprano y parece que vaya a matar a alguien.” - la señora se escondió y cerró el ventanuco.

Él seguía inmóvil en la mitad de la calle, bajo la lluvia, con el jersey completamente empapado y el pelo revuelto. Los pies los tenía metidos justo en la escorrentía de la calle, y el agua le mojaba los bajos del pantalón. Bajó la mirada hacía el suelo, sin ver. Poco a poco, fue consciente del frío que tenía, de que su madre seguía en casa, esperándole, probablemente llorando de nerviosismo. Fue consciente también de la escorrentía y de sus pies, y dio un paso hacia delante, para salir de la corriente. Levantó la mirada y se encontró con una pequeña casucha, con las paredes irregulares y mal caleada, la misma casa del ventanuco. Miró la puerta, sin timbre ni aldaba, solo una viejísima cerradura. De repente, la puerta vibró y giró quejándose sobre los goznes, dejando ver a una señora vestida con un traje negro raído, con un delantal de cuadros azules y blando, encorvada, menuda y con el pañuelo tapando no solo el pelo, si no también parte de la cara.

-”¿Qué le pasa a usted con los golpes? ¿qué le deben algo? ¿busca a alguien? Mire que si trae problemas ya se puede ir, que de esos tenemos muchos aquí.”

-”No se preocupe, solo busco a alguien que me diga si mi padre pasó anoche por aquí. Es un señor viejo, canoso, con gafas...”

-”Pues ayer imposible, que el lupanar ese estaba cerrado, a Dios gracias. Que al Miguel el Turra ese se lo llevaron para el hospital, y que no salga quiera Dios. Así que, ayer, nadie.” - Sentenció la señora.

-”Gracias, gracias, tenga usted un buen día” - la congoja le subía por el cuello, por la garganta, y le ardían las orejas, los ojos, las cejas. Mientras tanto, la señora entró en su casa y cerró con estrépito la puerta.

Seguía inmóvil, impotente, como tantas otras veces, la lluvia no aflojaba, y el sol apenas arrojaba algún rayo horizontal por debajo de los nubarrones. No tenía idea de que hora sería. No tenía idea de por donde seguir. Escuchó el crujir de madera del ventanuco al abrirse, y sin asomarse, la misma vieja dijo:

-“Mire que estaba cerrado, pero ayer tarde, me pareció que alguien pasaba, y mira que llovia. Pero si, alguien pasó. Yo ya estoy muy sorda y muy vieja. Pero por vieja, no duermo, y me paso aquí el día y la noche, cuando no cocino o como, miro por la ventana, pero no veo nada, como que con esta silla y mi espalda doblada no llego a mirar para abajo y no veo la calle ni el bar ese de desgraciados que no paran de gritar y jurar y blasfemar. Pero oigo y rezo, y mientras oigo, rezo por esas almas del demonio, que se los lleve de una vez o que el Señor los encamine para otra parte. Y mientras rezo, oigo. Y aunque esté sorda por vieja, como paso tanto tiempo, reconozco todos los ruidos que esos marranos hacen, y todos los que hay en esta parte del pueblo. Las ratas, no las del bar, las de verdad, mientras roen, a esas, también las oigo. Y los perros, que ladran y se aparean en cualquier lado. Y los gatos que se pelean. Y los pasos que se pierden en ese bar, y los que siguen de largo. Y no, no me digas como era tu padre, que no lo vi. Que desde aquí no veo nada. Que no se si es alto bajo, gordo o canoso, ni si tiene gafas o no. Que tampoco sé ni quiero saber por que lo buscas o por qué se fue. Allá tú y allá el, y allá el Señor con los pecados de cada uno. Que cada uno lleva sus pasos por donde puede, por donde quiere o por donde le dejan. Que yo a mi Venancio no le dejé, que el Señor no quería, pero que él, erre que erre, se dejó los cuartos en ese bar de ahí, si si, en ese que aporreabas. Y los cuartos, y la salud, y las cabras, y al final que no se que perro del demonio le vino a buscar por unas deudas de juego o de cualquier otro pecado. Y aquí me lo dejó, en la puerta de mi casa, aquí, donde estás tú de pie como un pasmarote. Aquí, desangrado. Y yo llevo veintisiete años viviendo con cuatro perras y las sobras que me trae el párroco desde entonces, y lo único que puedo hacer es rezar por esos malos animales que no tienen alma ni sesera, que el Señor haga lo que le plazca con ellos. El Señor o el Demonio. Y si, oí a alguien pasar, que buscaba tabaco iba diciendo, y mira que era tarde, y que como el bar estaba cerrado, que se iba para la gasolinera. Mira tu que ideas. Y que no me cuentes nada, que no quiero saberlo. ¡Ahí con Dios!”.

El ventanuco se cerró de un golpe seco.

Y pasaron unos segundos en los que nada pasó.

Y de repente, echó a correr calle abajo, sin pensar en la escorrentía, en el suelo de piedras, en la pendiente de la calle, ni en el fuego que le subía por el cuello hasta las sienes. Y resbaló y se cayó tres o cuatro veces, y rodó por el suelo, pero siguió corriendo. Salió del pueblo por la carretera local, recorrió las curvas de la era, las del molino. Pasó por la finca del tío Pedro, que era tío de su madre. Y siguió corriendo mientras rompía a llorar, pero en el fondo daba igual, pues estaba tan empapado que no se distinguían lágrimas de gotas de lluvia. Y mientras recorría los tres mil metros que había hasta el cruce con la carretera general, lloraba, lloraba y gritaba hasta pensar que le sangraba la garganta por dentro.

Llegó a la gasolinera, que llevaba tres años y medio cerrada, sin vender tabaco ni gasolina. Y apenas veía nada.

-“¡Papa! …. ¡Padre!”- gritaba con los pulmones en la garganta. Era la primera vez que le llamaba así, padre, y lo repitió varias voces, mientras perdía las fuerzas y el resuello. No parecía haber nada aparte de el desorden y la dejadez y el abandono normal en un edificio cerrado en mitad de la nada durante años. Otra vez bajo la mirada, con las manos en las rodillas, recuperando el aire, sin dejar de llorar ni de llamar a su padre, “padre”.

Algo le alertó por el rabillo del ojo, un bulto se movió, gruñó. Levantó la mirada y se acercó a saltos. Su padre, envuelto en el viejo abrigo verde, sucio y empapado se incorporó. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared del lateral de la gasolinera, donde estaba la puerta cerrada del baño. Se acercó, terminó de ayudarle a incorporarse. Le cogió la cara entre las dos manos, y le miró a los ojos a través de las gafas sucias. Tenía las pupilas dilatadas y no fijaba la mirada. No le reconoció. Las manos se le caían, igual que un lateral de la boca. Igual que la primera vez, hace siete años, hace ya siete años. También igual que la otra vez, hace ya solo dos y medio, pero eso fue en verano, y él estaba fuera, muy lejos trabajando, y no estuvo allí. Le llamó por su nombre, que era el mismo para los dos. Le pellizco las palmas de las manos. Llegó a abofetearle suavemente. Apenas respondía. Le tocó la frente. Tenía fiebre. Buscó el móvil en el bolsillo y comenzó a marcar el 112.

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El viento seguía azotando las ventanas y las persianas. Fuera se oían las hojas de las palmeras agitarse. Se despertó sobresaltado. Miró el reloj. Las 5:37. Encendió la luz y miró al techo, al suelo, a las paredes. Recordó donde estaba. En El Ejido, y aún quedaban dos horas y media para su primera clase del día, pero ésta era ya la segunda pesadilla de la noche.